José Antonio Tolosa Caceres
Historiador, escritor y poeta

NAVIDAD EN LA TORMENTA

 

Navidad en la tormenta
 
Hacia mediados de diciembre, me despedí de mis amigos del "Fort de France", que había entrado en carena en el Puerto de Kingston y, aprovechando un viaje de El Perú, regresé a Aruba.
 
Mi mayor anhelo era tornar a Colombia, especialmente a Cúcuta, la ciudad sencilla y provinciana de esos días, donde había transcurrido mi niñez.
 
¡La patria me flameaba en el alma como una bandera de nostalgia!
 
Mi madre, mi hermana y mis amigos embargaban mis recuerdos poniendo un tinte de tristeza sobre mis ojos jóvenes.
 
Caminaba sin rumbo por las calles de Oranjestad, esperando la oportunidad de un barco que partiera hacia Riohacha o Santa Marta para realizar mi sueño de regreso a Colombia. Entré al Flamingo Room, con el propósito de tomar algún refrigerio y ¡he aquí que me encuentro de pronto con el Capitán López! Don Mateo López, español santanderino, lobo de mar, caballero intachable, fuerte y arrebatado como el viento caribe.
 
Nos alegramos mucho de volver a vernos y atropelladamente nos contamos las mutuas aventuras de los últimos tiempos. El Capitán López era uno de los afectados por la incursión de la Almirante Padilla y de sus muchos haberes sólo había logrado retener una pequeña balandra llamada La Gaviota. Ahora estaba dedicado al cabotaje y, precisamente, al día siguiente enrumbaba hacia Bonaire para traer un cargamento de sisal destinado a una fábrica de jarcias de la isla.
 
- Si te vienes conmigo -me dijo-, te doy el cargo de ecónomo del barco y te asigno un sueldo satisfactorio. De este modo podrás ahorrar algún dinero que te permita regresar a tu tierra en buenas condiciones económicas y no como ocurriría si te fueras ahora, sin una perra en el bolsico.
 
Yo sentía por el Capitán López una gran estimación. No podía negarme a prestarle un servicio, que además me iba a remunerar con creces, máxime cuando él me había hecho tántos y tan oportunos favores sin otro interés que el de servirme.
 
- ¡Acepto, Capitán, nos vamos a Bonaire!
 
Mi regreso a La Gaviota fue motivo de gran alegría.
 
Allí estaban Juan Barrios, el excelente cocinero, oriundo de la isla de Barú; Gabriel Arrieta, un loriqueño a quien llamábamos "Pimpollo", y Porto, el contramaestre, portugués de nacimiento, marino de profesión, parrandista y bebedor de vino por excelencia. Todos me querían y yo los estimaba a todos. Cariñosamente me llamaban el "Cachaquito".
 
El Capitán López, a pesar de su esbelta figura, de su porte marcial y de su exquisito trato, era casi analfabeto. Leía con dificultad y escasamente dibujaba su firma. De tal modo que una persona como yo, le era de gran utilidad, pues la importancia de sus negocios requería de un contable que supiera redactar y escribir con corrección sus cartas comerciales.
 
Es bueno agregar que el cargo de ecónomo naval, me daba la categoría de oficial a bordo con jurisdicción y mando. Una de las prerrogativas era la de sentarme a la mesa del Capitán, compartir la misma comida, tener mi camarote personal y recibir trato respetuoso y obsecuente de la tripulación.
 
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Bonaire es una isla de las pequeñas Antillas neerlandesas que conforman el grupo de sotavento en el Mar Caribe. Se ubica al este de Curazao y su extensión territorial no alcanza los trescientos kilómetros cuadrados. Su economía se basa en la agricultura y la producción de cítricos, pero su mayor fuente de ingresos estriba en el cultivo de sisal, que es una fibra textil muy resistente que se utiliza para la fabricación de jarcias y maromas de navegación. Su capital es Kralendijk, una pequeña ciudad de estilo colonial holandés tan limpia y ordenada que da gusto pasear por sus calles y tratar a sus gentes tan cordiales y amables.
 
El cargamento de sisal estaba dispuesto en el muelle para su embarque y estiba, los trámites legales agotados y en orden, de tal manera que en cuestión de horas, estaríamos en disposición de levantar anclar y tomar el rumbo de regreso.
 
Mientras se cumplía la faena de embarque, el Capitán López dispuso que diésemos un paseo por la ciudad. Al efecto, fuimos a visitar a uno de sus viejos amigos llamado Víctor Skoop, quien era empleado de la Aduana isleña y estaba casado con una colombiana de Riohacha. Don Víctor y su esposa nos recibieron con grandes demostraciones de alegría y nos colmaron de atenciones. Ellos, el Capitán López y don Víctor, conversaron largo y tendido de otros tiempos, de viajes y aventuras, y la señora Skoop me monopolizó a mí para preguntarme mil cosas de Colombia.
 
Escanciamos unas cuantas copas de buen licor y después nos ofrecieron un espléndido almuerzo. Al caer la tarde nos despedimos, no sin antes prometerles que les escribiríamos de cualquier puerto o los visitaríamos cada vez que se presentara la oportunidad. Ignoro si el Capitán López cumpliría esta promesa. Yo, de mi parte, no cumplí nada de lo prometido, ingratitud que me pesa como una piedra en el alma.
 
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Regresamos al muelle. La Gaviota estaba lista para la maniobra de zarpe.
 
- ¡Capitán a bordo -gritó el contramaestre Porto-, leven anclas, icen foques, arriba las drizas, media botavara, timón abierto, viento de popa!
 
¡Adiós Bonaire!.... y ahí va La Gaviota, blanca y marinera, con su velamen desplegado, su mástil erecto y su negro bauprés apuntando hacia el horizonte como un pez espada.
 
La noche era serena y cálida, el cielo despejado, el mar tranquilo, constante el viento, y nuestro velero, como una verdadera gaviota, ¡volando bajo las estrellas!
 
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Era la noche del 23 de diciembre de 1951.
 
Una vez marcado el derrotero y aparejado el tren de navegación, Porto vino a la cabina de mando para pasar un rato con el Capitán, jugar una partida de naipes y tomarse unos tragos.
 
Dicharachero como siempre, dijo:
 
- Si el viento nos es fiel, mañana a eso del medio día avistaremos a Aruba y en las últimas horas de la tarde estaremos atracando en Oranjestad. Qué nochebuena la que voy a pasar con Roxana Morton, ¡la jamaiquina de poderosas nalgas y abultados senos! Estamos comprometidos a pasarla juntos en el Antillian Hotel en Saint Nicholls. ¡De sólo pensarlo se me ponen los pelos de punta y se me arrebata la respiración. Y es que a esa yumeca sí le tengo ganas de verdad verdad!
 
No había terminado Porto de decir esta sarta de necedades, cuando sentimos como un estremecimiento de la nave, algo así como si el mar se hinchara.... ¡Yo tuve la sensación de que una ballena gigantesca nos levantaba en vilo, dejando la nave en el vacío al mismo tiempo que nos azotaba una ráfaga de viento helado y una ola descomunal barría de un fuerte coletazo la cubierta del buque!
 
Creí que todo el mar se nos volcaba encima en enormes torrentes, el viento bufaba con un silbo diabólico en las jarcias, la vela mayor se partió por el centro y el mástil chirriaba amenazante.
 
La botavara quedó loca dando tremendos vapulazos y el barco navegando de costado. Las olas, el granizo, los truenos y centellas se sucedían con una velocidad increíble.
 
Fue entonces cuando comprendí lo que significaba la expresión "lobos de mar". Nunca vi marineros más avezados a luchar con los enfurecidos elementos.
 
El Capitán López se había encargado del timón y maniobraba con extraordinaria destreza, mientras que Porto con los marineros atendían la faena de cubierta, en un desesperado esfuerzo por salvar la embarcación y la vida de quienes tripulábamos en élla.
¡Nunca se vio en el Caribe un barco pequeño más marinero que La Gaviota!
 
Las olas la levantaban en vilo y pasando veloces por debajo la dejaban en el vacío. Caía de costado sobre la ola siguiente, pero en el acto orzaba enfrentando la quilla hacia el centro de otra ola que, abriéndose en dos surcos, resbalaba rugiente por los costados de la goleta, como dos muros de cristal líquido brillando siniestros a la pálida luz de las estrellas.
 
Así pasamos toda la noche del 23 de diciembre.
 
A eso de las diez de la mañana del día 24, amainó la tormenta tan sorpresivamente como había empezado la noche anterior.
 
El mar, sereno y liso, fulgía como un diamante bajo los ardientes rayos del sol y en el agua transparente y quieta se veía la danza de los tiburones hambrientos y alebrestados por el huracán.
 
Nosotros también estábamos radiantes de alegría por haber superado el terrible peligro y encontrarnos vivos y más hermanados que nunca por el acecho de la muerte.
 
El Capitán López y Porto empezaron a evaluar los daños sufridos por la nave y, entre otros de menor cuantía, encontraron que la furia de las olas había escalado el timón, razón por la cual habíamos derivado por lo menos veinticinco millas de nuestro derrotero. De otra parte, el cuadrante, por alguna razón inutilizado también, no nos daba ninguna orientación.
 
¡Estábamos, pues, a merced de las olas y desorientados en la inmensidad del mar!
 
Como La Gaviota era un barquito casi insignificante, no contaba con medios electrónicos de comunicación por lo cual nos era imposible enviar o recibir mensajes. Como es de verse, nuestra situación era bastante precaria y peligrosa.
 
Haciendo caso omiso de los tiburones, "Pimpollo" y Juan Barrios, se lanzaron al agua con el objeto de averiguar cual era la magnitud del daño y al cabo de un tiempo regresaron con malas noticias. ¡Era imposible arreglar el timón en aquellas condiciones, porque el eje del gobernalle se había roto en el interior de la carlinga a la altura de la línea de flotación!
 
Entonces el Capitán López ordenó hacer un aparejo con dos toneles, uno a estribor y otro a babor colocados a popa, de manera que al llenarse de agua equilibraran la nave y permitieran una maniobra de dirección, aunque pesada y trabajosa, bastante eficiente para orientar el buque.
 
Todos trabajábamos afanosamente pero con mesura y buen cuidado: Porto y sus marineros en la bodega revisando la carga y arreglando la estiba que, por causa del oleaje, se había desordenado recargándose peligrosamente a uno u otro lado; Juan Barrios en la cocina tratando de aderezar algún refrigerio que nos reparara las fuerzas y el Capitán López, estudiando la manera de enderezar la derrota hacia donde suponía que estaba ubicada la Isla de Aruba.
 
Como en plena tormenta la vela mayor se rompió por el centro, quedando inutilizada, intentábamos navegar sólo con los foques y una vela loca en el mástil mayor que indicara la dirección del viento. La botavara se había fijado a la obra muerta de estribor.
 
Completamente aplicados a esta ingente labor nos hallábamos cuando Porto dando un grito triunfal, anunció: ¡barco a la vista por el costado de babor, a unas cinco millas de distancia!
 
Efectivamente, un enorme trasatlántico mostraba su imponente silueta en la distancia del mar y, al parecer, enrumbaba su proa en la dirección en que nuestra bella Gaviota se mecía al pairo sobre las ondas lentas!
 
¡Esperamos con el alma en un hilo!
 
Todos pedíamos a Dios en silencio que nos avistaran y viniesen en nuestro socorro. Y como si nuestras oraciones sirvieran de timón y rumbo a la gran nave, ésta vino directamente hacia La Gaviota, desde cuya cubierta agitábamos pañuelos y, a falta de éstos, camisas y franelas blancas.
 
La maniobra de rescate fue fácil y rápida.
 
Nuestra pequeña embarcación fue fuertemente atada a un costado del trasatlántico y a pesar de sus ciento cincuenta toneladas de carga y su esbelta figura de gaviota en vuelo, apenas semejaba un pequeño velero de juguete llevado de la mano por el enorme gigante de acero.
 
Los tripulante de La Gaviota subimos al gran buque, que resultó ser un barco cisterna cargado de petróleo con destino a la refinería de Saint Nicholls, es decir, al extremo oriental de la Isla de Aruba. Fue entonces cuando pudimos enterarnos de la magnitud de la tragedia. Según el capitán del petrolero, había cientos de barcos desaparecidos; la isla de Guadalupe había sido fuertemente castigada por el huracán y se contaban por millares los damnificados. La mayoría de las Pequeñas Antillas habían sufrido daños materiales y, según los meteorólogos, ¡un huracán de esa naturaleza no se había visto en muchos años!
 
El capitán del trasatlántico conectó la radio.
 
Cuál sería nuestra sorpresa cuando oímos que Radio Nederland daba las más desastrosas noticias y hacía referencia al Capitán Mateo López y a su pequeño barco La Gaviota, de quien se decía que posiblemente hubiera zozobrado con toda su tripulación, cuyos nombre relacionaba, incluido el mío propio.
 
El locutor, que era amigo personal del Capitán López, le hizo un panegírico tan elocuente y sentido, que le arrancó al feroz lobo de mar tremendos lagrimones.
Pero, gracias a Dios, lejos de reposar en las profundidades del mar o en el vientre de los voraces tiburones, estábamos a salvo, cómodamente instalados en el gran petrolero y degustando la deliciosa cena que nos ofreció el capitán, un gringo grandote, bonachón y colorado.
 
Al atardecer del día 25 avistamos a Aruba.
 
El petrolero fondeó a unas dos millas de distancia del muelle de descargue y allí pernoctamos.
 
El día 26 liberamos a La Gaviota. La descargamos y la metimos al muelle seco para las reparaciones del caso.
 
En Saint Nicholls permanecimos cuatro días con sus respectivas noches, mientras los carpinteros de ribera reparaban los desperfectos de la nave.
 
Durante ese tiempo no volvimos a ver a Porto.
 
Supimos por alguien que se hallaba en el Antillian Hotel, celebrando -aunque con retraso- la navidad, con la yumeca de sus ojos, la de las cimbreantes caderas y los senos robustos que según él "¡lo traía de un cuerno!".
 
¡Bien haces marinero. La navidad verdadera la pasaste luchando con la muerte!
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