José Antonio Tolosa Caceres
Historiador, escritor y poeta

EL TREN

 

El Tren
 
 
Estoy aquí como detenido en el tiempo.
Sentado sobre un banco frente a la vieja estación, ¡esperando ese tren que nunca llega!
 
No sé cuánto ha que lo espero. He perdido la cuenta de los días y he olvidado el motivo de mi viaje.
 
En términos ferroviarios, esta es una estación de bandera. El tren no se detiene totalmente sino que aminora la marcha y pasa lento como un ciempiés frente a un espejo.
 
Desde que espero el tren han pasado muchos inviernos y muchos veranos. Mi maleta viajera se ha descompuesto a la intemperie y mis prendas de vestir yacen desparramadas por el suelo, húmedas de lluvia y podridas de tiempo.
 
Espero el tren porque debo viajar a un lugar que se ha borrado en mi memoria y debo realizar no sé que importantes diligencias....
 
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Cuando vine a esperar el tren, la carrilera era nueva y la estación brillaba de blancura bajo la fronda de los tamarindos. Ahora están deshechas las traviesas y carcomidos de óxido los rieles.
 
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Cuando recién llegado -recuerdo como en sueños- que el jefe de estación me saludaba desde la puerta con su mano enguantada y era gracioso verlo enfundado en su uniforme azul y tocado con su kepis ribeteado de rojo.
 
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¡Hace tiempo que no me saluda, ni se asoma a la puerta, ni toca la campana!
 
Desde mi banco sólo veo por el opaco vidrio de la reja la copa de su kepis y creo que ha dejado el vicio de fumar, pues ya no flotan en el aire las volutas azules de su pipa.
 
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Supongo que está enfrascado en la lectura.
 
O que se halla ocupado anotando en los libros de la estación, ¡el número de trenes que jamás han llegado! Esto me consuela.
 
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Confieso, ahora, que empieza a fastidiarme la espera. ¿Me habré equivocado de estación? ¿Acaso me habré dormido, justamente, cuando el tren pasaba? ¡No puede ser!
 
Tengo la certidumbre de haber velado todo el tiempo y estoy seguro de que esta es la estación, porque no hay otra línea férrea por estos contornos.
 
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Hoy han llegado a la estación unos hombres adustos. No contestaron mi saludo y pasaron junto a mí como si no me vieran.
 
Entraron en la oficina del Jefe de Estación y quitaron el kepis de su calavera, desabrocharon a tirones la chaqueta y sacaron el esqueleto de su uniforme. ¡La pipa apagada se deshizo en pavesas en el viento!
Lo metieron en un ataúd junto con sus escasas pertenencias y cargándolo a hombros se marcharon así como vinieron, ciegos y silenciosos.
 
La campana venció la resistencia de su cuerda podrida y dio contra las baldosas del piso, exhalando un redoble semejante a un gemido.
 
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Ahora la estación está vacía, ¡llena de telarañas centenarias y más sola y tétrica que nunca!
 
Han crecido las yerbas en los sardineles y sus paredes desconchadas están llenas de moscas verdes y lagartijas amarillas. ¡Y el tren no llega!
 
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Tengo los ojos largos, como los ojos de los caracoles, de tánto escudriñar los horizontes. Esos horizontes que se tragan la línea férrea tanto a mi izquierda como a mi derecha. ¡Y el tren no llega!
 
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No importa de dónde venga el tren ni hacia dónde vaya, lo importante es que pase lento, por la estación de bandera, como un ciempiés frente a un espejo, ¡para que yo haga el viaje a ese lugar borrado en mi memoria y pueda realizar las importantes diligencias que ya no recuerdo!
 
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